jueves, 20 de diciembre de 2012

El día que me enamoré de Venecia

Desde que tengo uso de conciencia Venecia ha sido mi ciudad favorita en el mundo. No sé por qué y tampoco me importa. Sencillamente sé que cuando apenas levantaba un palmo del suelo, sólo pensar en visitar una ciudad construida sobre un par de cientos de islas y que en lugar de calles tenía canales, me hacía estremecer; las fases del Tomb Raider (cualquiera de ellos) que se ambientaban en Venecia hacían que el corazón me latiera el doble de rápido y pelis como The italian job hacían que los ojos me hicieran chiribitas. Venecia es una promesa rota que le hice a alguien que un día fue muy importante para mí. Venecia es una de las razones por las que elegí irme de Erasmus a Padua y también es el número quince en “mi lista de cosas que tengo que hacer antes de morir”.

Venecia
Sin embargo, y aunque casi me propuse visitar mi ciudad de ensueño desde que puse un pie en tierras italianas, todavía no ha nacido gente con más mala suerte que yo y, cada vez que me proponía coger ese maldito tren de tan sólo media hora, sucedía algo. Al principio la culpa fue completamente mía: me negaba a ir a Venecia por primera vez en domingo para verla atestada de turistas y no me planteaba saltarme las clases o las prácticas que tenía de lunes a viernes. Después (cuando ya habían pasado unas semanas y ya no me convencía tanto mi propio argumento de “tienes tiempo hasta Navidades, sino hasta Julio”) la culpa fue ya de un  poder superior: lluvia, nieve, acqua alta, gripe, exámenes, excursiones a sitios algo más lejanos… Siempre que sencillamente se me pasaba por la cabeza la idea de ir a Venecia, pasaba algo. Ya me había resignado a volver a casa por Reyes sin haber tachado de mi lista el número decimoquinto cuando me llegó el mensaje de una chica finlandesa acerca de ir a Venecia el día antes de que a mí me tocase volver a casa. Y me dio igual que tener ese día clases de frecuencia obligatoria (soy una rebelde), que esa noche hubiera dormido dos horas, que tuviera que pasar esa noche en el aeropuerto o que mis reservas económicas estuvieran rozando mínimos. Esta vez no había excusas que valiesen. Si se acababa el mundo el viernes, se iba a acabar con el recuerdo de la Ciudad sobre el agua  grabado a fuego en mi cabeza.

Mi viaje a Venecia en sí en realidad empieza como un chiste: una finlandesa, una española y una alemana quedan en la estación del tren… (y la española es la única que no llega tarde), pero yo estaba bastante ocupada creando altas expectativas de la ciudad de mis sueños y asustada con lo brutalmente que podrían romperse (como me había pasado un poco con Verona) que después de tuitearlo dejé de pensar en ello.

Sin embargo, a pesar de mis temores, Venecia no me decepcionó, es más, desde que puse un pie en ella, con el cielo azul cristalino sobre mi cabeza y una sonrisa estúpida sobre mis labios, hasta que me fui seis horas más tarde con la niebla pisándome los talones, estuve muy enamorada de Venecia. Es más, aún no se me ha pasado el “enchochamiento”. A pesar de que sólo estuve un par de horas en la ciudad y que no vi ni de lejos todo lo que quería ver, me enamoré muy mucho.

Me enamoré del perfil de los edificios y de las calles con mínimos resquicios de hielo sobre los escalones (recuerdo de la última nevada), de los pilares sobre los canales y del acento italiano de la gente. Me enamoré de dejarme perder por los laberintos de la ciudad, abandonando en algún lugar muy dentro la neurosis que me obliga a planear cada paso de cada viaje, y de los carteles ambiguos que llevan a San Marcos, y del muy sutil aroma a mar, y del baile de las sombras de la tarde jugando a crear claroscuros entre las calles de San Polo, y de las máscaras, y de la idea del Carnaval... Me enamoré de las callejuelas estrechas por las que puedes trepar apoyando una mano en cada pared (yo todavía no he madurado so… I did it), y me enamoré muy mucho.

La callejuela por la que trepé
Máscaras venecianas
...y más máscaras

Y claro, después estaban los puentes, y la arquitectura, y las historias de rivalidad entre Padua y Venecia, y las góndolas… ¡y los gondoleros!... con sus jersey a rayas sobre los hombros y el gorro de paja sobre unos cabellos muy negros, mirando fijamente con los ojos tan azules que enamoraban y ofreciendo precios “increíbles” que seguían siendo muy caros… y cantando, incluso cantando… y como estamos en Navidad uno canturreó y todo el “Santa Claus is coming to town”.

Gondolero
De Venecia, de lo que vi de Venecia, me quedo con el Rialto (un puente precioso al que llegas siguiendo los carteles… o no), la plaza de San Marcos con su Basílica (probablemente la Iglesia más alucinante que veré jamás), su palacio Ducal y su Puente de los Suspiros. También me quedo con la historia de cierta columna de los exteriores del Palacio (se decía que si un reo condenado era capaz de bordear la columna apoyado en los talones sin caerse conseguía un indulto. Hay que considerar que el suelo por esa zona está algo inclinado y que el bordillo es casi inexistente… y eso, que a mí no me perdonan ni de coña). Creo que también debería quedarme con mi cara de flipada la primera vez que me paré sobre el Gran Canal y con el encantador paseo por el Ghetto, haciendo la digestión y sintiendo ya el frío en la punta de los dedos de los pies.

El Rialto

Estatua junto al Palacio Ducal

Pero, sobre todo, por encima de todas las cosas, con lo que me quedo de Venecia es con el hotspot. El hotspot es un rincón de Venecia bautizado así por mis compañeras y descubierto por una amiga en común, y que según ellas es el punto más mágico de Venecia, y teniendo en cuenta que desde hoy yo considero Venecia la ciudad más llena de magia del mundo... el del mundo. En este rincón desconocido (cuya ubicación egoístamente aún no sé si desvelar), nos sentamos a comer unos sándwiches mientras intercambiábamos algunas frases y yo me seguía enamorando como no me enamoraré creo jamás de algún otro lugar y me imaginé viviendo ahí y asomándome por las mañanas a la ventana para atisbar el perfil de algún palacio sobre el canal.

El pedazo de Venecia que se ve desde el hotspot
Y como estoy muy enamorada de Venecia no me importaron ni un poco los turistas japoneses que nos sacaban fotos (aunque, como fuimos en miércoles y además en invierno, no había muchos) ni los doscientos mil cuatrocientos cuarenta y ocho puestos-de-souvenir-engaña-turistas, ni siquiera que mi cerebro estuviera al borde del ictus tras pasarse todo el día pasando del inglés y alemán-chapurrero que hablaba con mis compañeras al italiano necesario y propio de estar en Italia.

Aún hay cientos, quizás de miles de sitios de Venecia que tengo que visitar, memorizar y reinventar, pero aún me quedan meses en Italia y años de vida (si Dios quiere) para conocerlos. Y creo que gastaré un minuto en cada uno de ellos en recordar esa semi-promesa que creo que jamás cumpliré y cada segundo del resto en enamorarme un poco más.





PS: ¡perdónenme por escribir una entrada tan larga! Pero entiéndanlo: es Venecia, mi Venecia, mi nuevo rincón favorito en el mundo… y además estoy en el aeropuerto pasando la noche y todavía me quedan siete horas hasta que salga mi avión.

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