miércoles, 26 de junio de 2013

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Recuerdo que al principio del Erasmus, hace ya una pequeña eternidad, me daba por escribir todos los días 26 un post resumiendo mi mes. Llegué a tres si no me equivoco (yo avisé de que la constancia no era lo mío). Y hablé de la nieve, de los viajes e incluso de mi primer examen. Después, no recuerdo por qué, dejé de hacerlo. Así que ahora lo retomo:

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Hoy se cumplen nueve meses de mi Erasmus. Muchas cosas han cambiado desde que llegué, desde esa primera impresión. Ahora soy incapaz de distinguir el olor a pizza por la calle y cuando monto en bici sólo con una mano no me extraño por ver a tanta gente fumando. Ya no me sorprende que alguien pueda comer pasta todos los días de primero y ni siquiera abro los ojos por la mañana cuando resuenan las campanas de la iglesia. Las tormentas en las que parece que va a acabarse el mundo me hacen sonreír. Creo que hasta voy a echar de menos el sonido casi constante de la lluvia contra mi cristal mientras me hago una bolita debajo de mi edredón.

Muchas cosas han cambiado desde que llegué. Por ejemplo, mis palabras. Mis palabras han cambiado. Ahora me cuesta errores buscar sinónimos sin que mi cerebro se empeñe en meter una palabra en italiano. Me avergüenza decir que incluso algunas veces no sé a qué maldito idioma pertenece algún adjetivo con el que me obceco. Y considerando que aspiro a ser escritora no sé cómo de bueno pueda ser eso. Pero me divierte, todo hay que decirlo.

Yo. Yo también he cambiado una barbaridad. Y no me refiero a tener el pelo más largo, la piel más clara y haber perdido un par de kilos. Me refiero a que todo lo demás también ha cambiado. Es imposible que una experiencia tan radical como un Erasmus no te transforme de los pies a la cabeza: ¿casi un año lejos de casa, escuchando una lengua extraña, sin tus padres y tus amigos de siempre, sin tu cama, el coche, o tu champú? Claramente te vuelves el reflejo mismo de la adaptación: aprendes a hablar otra lengua y a vivir echando de menos a los tuyos (Dios bendiga el Whatsapp), haces amigos nuevos con un par de palabras y unas sonrisas; llegas a tu cama tan cansada que no te importa que no sea la tuya, y te fastidia, pero superas el hecho de que la nevera no se autorellene sola en épocas de exámenes.

Juraría que ahora escucho mejor (efecto secundario de intentar descifrar acentos), corro más rápido (algo había que hacer para no engordar con tanta pasta) y he aprendido a canjear horas de sueños por tazas de café, porque hay demasiado que hacer, demasiado que ver, demasiado que vivir... y poco tiempo. Juraría que hasta ha mejorado mi alemán y que le he ofrecido alojamiento en Canarias a medio planeta Tierra...

Ahora que estoy casi al final de mi Erasmus, me debato entre tantos sentimientos encontrados que no sé expresarlos. Sigo echando de menos a la gente que me espera en casa, cada segundo que pasa más, y las croquetas (jopé, cómo hecho de menos las croquetas y el clipper de fresa). Pero también estoy empezando a extrañar a los nuevos amigos de los que todavía no me he despedido. A muchos probablemente no los volveré a ver nunca y el sentimiento de impotencia que eso genera es tan fuerte que a veces no sé si quiero volver o preferiría seguir de Erasmus para siempre. En la retina se me han quedado grabadas los rincones más bonitos de Venecia, Roma o Florencia, en el oído un par de dialectos... y en el corazón, ellos. Porque durante el Erasmus te das cuenta de que los que construyen tu experiencia única no son las ciudades más bellas del planeta, las fiestas o los aprobados por la cara (bueno, también) sino las personas con quienes los compartes... 

Y eso. Que hoy se cumplen nueve meses de mi Erasmus y me da pena poner por escrito que no habrá un diez. En dos semanas vuelvo a casa.


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