Desde que tengo uso de conciencia
Venecia ha sido mi ciudad favorita en el mundo. No sé por qué y tampoco me
importa. Sencillamente sé que cuando apenas levantaba un palmo del suelo, sólo
pensar en visitar una ciudad construida sobre un par de cientos de islas y que
en lugar de calles tenía canales, me hacía estremecer; las fases del Tomb
Raider (cualquiera de ellos) que se ambientaban en Venecia hacían que el
corazón me latiera el doble de rápido y pelis como The italian job hacían que los ojos me hicieran chiribitas. Venecia
es una promesa rota que le hice a alguien que un día fue muy importante para
mí. Venecia es una de las razones por las que elegí irme de Erasmus a Padua y
también es el número quince en “mi lista de cosas que tengo que hacer antes de morir”.
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Venecia |
Sin embargo, y aunque casi me
propuse visitar mi ciudad de ensueño desde que puse un pie en tierras
italianas, todavía no ha nacido gente con más mala suerte que yo y, cada vez
que me proponía coger ese maldito tren de tan sólo media hora, sucedía algo. Al
principio la culpa fue completamente mía: me negaba a ir a Venecia por primera
vez en domingo para verla atestada de turistas y no me planteaba saltarme las
clases o las prácticas que tenía de lunes a viernes. Después (cuando ya habían
pasado unas semanas y ya no me convencía tanto mi propio argumento de “tienes tiempo
hasta Navidades, sino hasta Julio”) la culpa fue ya de un poder superior: lluvia, nieve, acqua alta, gripe, exámenes, excursiones
a sitios algo más lejanos… Siempre que sencillamente se me pasaba por la cabeza
la idea de ir a Venecia, pasaba algo. Ya me había resignado a volver a casa por
Reyes sin haber tachado de mi lista el número decimoquinto cuando me llegó el
mensaje de una chica finlandesa acerca de ir a Venecia el día antes de que a mí
me tocase volver a casa. Y me dio igual que tener ese día clases de
frecuencia obligatoria (soy una rebelde), que esa noche hubiera dormido dos
horas, que tuviera que pasar esa noche en el aeropuerto o que mis reservas
económicas estuvieran rozando mínimos. Esta vez no había excusas que valiesen.
Si se acababa el mundo el viernes, se iba a acabar con el recuerdo de la Ciudad sobre el agua grabado a fuego en mi cabeza.
Mi viaje a Venecia en sí en
realidad empieza como un chiste: una finlandesa, una española y una alemana
quedan en la estación del tren… (y la española es la única que no llega tarde),
pero yo estaba bastante ocupada creando altas expectativas de la ciudad de mis
sueños y asustada con lo brutalmente que podrían romperse (como me había pasado
un poco con Verona) que después de tuitearlo dejé de pensar en ello.
Sin embargo, a pesar de mis
temores, Venecia no me decepcionó, es más, desde que puse un pie en ella, con
el cielo azul cristalino sobre mi cabeza y una sonrisa estúpida sobre mis
labios, hasta que me fui seis horas más tarde con la niebla pisándome los
talones, estuve muy enamorada de Venecia. Es más, aún no se me ha pasado el
“enchochamiento”. A pesar de que sólo estuve un par de horas en la ciudad y que
no vi ni de lejos todo lo que quería ver, me enamoré muy mucho.
Me enamoré del perfil de los
edificios y de las calles con mínimos resquicios de hielo sobre los escalones (recuerdo de la última nevada), de los pilares sobre los canales y del acento
italiano de la gente. Me enamoré de dejarme perder por los laberintos de la
ciudad, abandonando en algún lugar muy dentro la neurosis que me
obliga a planear cada paso de cada viaje, y de los carteles ambiguos que
llevan a San Marcos, y del muy sutil
aroma a mar, y del baile de las sombras de la tarde jugando a crear claroscuros
entre las calles de San Polo, y de
las máscaras, y de la idea del Carnaval... Me
enamoré de las callejuelas estrechas por las que puedes trepar apoyando una
mano en cada pared (yo todavía no he
madurado so… I did it), y me enamoré muy mucho.
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La callejuela por la que trepé |
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Máscaras venecianas |
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...y más máscaras |
Y claro, después estaban los
puentes, y la arquitectura, y las historias de rivalidad entre Padua y Venecia,
y las góndolas… ¡y los gondoleros!... con sus jersey a rayas sobre los hombros y
el gorro de paja sobre unos cabellos muy negros, mirando fijamente con los ojos
tan azules que enamoraban y ofreciendo precios “increíbles” que seguían siendo
muy caros… y cantando, incluso cantando… y como estamos en Navidad uno
canturreó y todo el “Santa Claus is coming to town”.
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Gondolero |
De Venecia, de lo que vi de
Venecia, me quedo con el Rialto (un puente precioso al que llegas siguiendo los
carteles… o no), la plaza de San Marcos con su Basílica (probablemente la
Iglesia más alucinante que veré jamás), su palacio Ducal y su Puente de los
Suspiros. También me quedo con la historia de cierta columna de los exteriores
del Palacio (se decía que si un reo condenado era capaz de bordear la columna
apoyado en los talones sin caerse conseguía un indulto. Hay que considerar que
el suelo por esa zona está algo inclinado y que el bordillo es casi
inexistente… y eso, que a mí no me perdonan ni de coña). Creo que también
debería quedarme con mi cara de flipada la primera vez que me paré sobre el
Gran Canal y con el encantador paseo por el Ghetto, haciendo la digestión y
sintiendo ya el frío en la punta de los dedos de los pies.
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El Rialto
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Estatua junto al Palacio Ducal |
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Pero, sobre todo, por encima de
todas las cosas, con lo que me quedo de Venecia es con el hotspot. El hotspot es un
rincón de Venecia bautizado así por mis compañeras y descubierto por una amiga
en común, y que según ellas es el punto más mágico de Venecia, y teniendo en
cuenta que desde hoy yo considero Venecia la ciudad más llena de magia del mundo... el
del mundo. En este rincón desconocido (cuya ubicación egoístamente aún no sé si
desvelar), nos sentamos a comer unos sándwiches mientras intercambiábamos
algunas frases y yo me seguía enamorando como no me enamoraré creo jamás de
algún otro lugar y me imaginé viviendo ahí y asomándome por las mañanas a la
ventana para atisbar el perfil de algún palacio sobre el canal.
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El pedazo de Venecia que se ve desde el hotspot |
Y como estoy muy enamorada de
Venecia no me importaron ni un poco los turistas japoneses que nos sacaban
fotos (aunque, como fuimos en miércoles y además en invierno, no había muchos) ni
los doscientos mil cuatrocientos cuarenta y ocho puestos-de-souvenir-engaña-turistas, ni siquiera que mi cerebro estuviera al borde del ictus tras pasarse
todo el día pasando del inglés y alemán-chapurrero que hablaba con mis
compañeras al italiano necesario y propio de estar en Italia.
Aún hay cientos, quizás de
miles de sitios de Venecia que tengo que visitar, memorizar y reinventar, pero aún me
quedan meses en Italia y años de vida (si Dios quiere) para conocerlos. Y creo
que gastaré un minuto en cada uno de ellos en recordar esa semi-promesa que
creo que jamás cumpliré y cada segundo del resto en enamorarme un poco más.
PS: ¡perdónenme
por escribir una entrada tan larga! Pero entiéndanlo: es Venecia, mi Venecia,
mi nuevo rincón favorito en el mundo… y además estoy en el aeropuerto pasando
la noche y todavía me quedan siete horas hasta que salga mi avión.